El arte, en mi caso las artes plásticas, puede ser una extraordinaria herramienta de sanación y de crecimiento personal. No es extraño entonces que asistamos en los últimos años a un gran crecimiento de la llamada Arteterapia.
En ésta como en otras vías terapéuticas, es fundamental el hecho de la consciencia de lo que se hace, porqué se hace y para qué se hace. Nos encontramos en un campo tremendamente extenso y en principio virgen, ya que más allá de cuatro convenciones que la democratización de la cultura ha extenddido por todas las capas sociales, sólamente el autor-actor sabe de qué va la fiesta en la que se halla metido.
Y hablo de fiesta con plena intencionalidad, porque el arte es ante todo una fiesta, una celebración de lo dionisíaco que también forma parte de la naturaleza del ego humano, aunque a veces su expresión puede alcanzar el más elevado dramatismo, cuando ello es necesario para sus propios fines.
Y como toda fiesta, el arte es un ejercicio de libertad, o al menos ésta es una de sus máximas potencialidades. Claro que a la hora de enunciar la libertad, vamos a encontrarnos con el permanente tema de los límites. Porque hasta nuestro más atávico impulso expresivo se va a enmarcar en unas coordenadas humanas y existenciales que van a afectar de una u otra forma a nuestro entorno, el cual puede acusar de muchas maneras o de ninguna, su impacto.
Nos encontramos con el viejo toro de la libertad individual que tiene que jugársela en la plaza de las casi infinitas libertades ajenas. Esta corrida generalmente transcurre sin sangre, aunque a veces son los jueces quienes tienen que determinar qué libertad prevalece sobre la de otro u otros. Generalmente, es difícil, aunque cada vez más frecuente, que la sangre llegue al río, pero si es así, sólo cabe esperar el dictamen de los expertos.
De todas formas, cada persona y cada creador está dotado de un sentido interno de hasta dónde se puede llegar públicamente en cuanto a la libre expresión personal, sin que ello afecte realmente a la libertad de los demás, y sin que dicha expresión pierda ni un ápice de autenticidad propia y verdadera. Aunque a veces, para lograrlo, el artista tenga que hacer verdaderos equilibrios en la cuerda floja expresiva y comunicativa para conseguir un círculo perfecto.
Yo experimenté, en la década de los ochenta, un periodo plástico en el que internamente estaba trabajando aspectos arquetípicos, psicológicos y simbólicos muy potentes, a los cuales daba una vía de salida a través de la escultura principalmente, y en cierta medida también, con la pintura y la poesía.
Aquellas esculturas mostraban aspectos indistintamente fálicos, vaginales o coítales, más o menos, aunque generalmente más, explícitos, mediante una estética simbolista, expresionista y surrealista, según me pillara el momento.
Sólo tuve problemas en dos ocasiones. La primera, muy liviana, fue en mi primera exposición de esculturas, mayo de 1982, en una galería, "Katilu", que se encontraba en la plaza Lasala de la parte vieja donostiarra. Estando yo ausente, una señora "delicada" protestó vivamente a la encargada de la sala por una de las esculturas particularmente, a la que definió como desvergonzada, diciendo que ese tipo de obras no se deberían exponer. Pero todo quedó ahí.
La otra fue al poco tiempo en la sala Sanz enea de Zarautz, en una exposición con casi cien obras de todo tipo y formato. Estaba ya montada y a menos de dos horas para ser abierta al público, entre el que esperaba a algunos periodistas y críticos, cuando el director de la sala me dice que una obra, con temática sexual explícita, debería ser retirada. La verdad es que era una pieza muy notable, de más de medio metro de altura, que representaba a una mujer fálica muy embarazada y con un pene erecto. Me negué, y además le expliqué que formábamos parte de una sociedad moderna que no iba a aceptar un comportamiento censor como ése, y que estaba dispuesto a capitalizar a mi favor el hecho de la censura desde el primer momento en que estuviera abierta. Le informé que iba a explicar a los periodistas y a los críticos lo que él pretendía, y que se fuera preparando para asumir las consecuencias.
No ocurrió nada, el director rectificó y la expo fue un éxito.
Muchas veces me he preguntado si verdaderamente la expresión sexual de algunas de mis obras, podría ofender la sensibilidad de alguien, niños incluidos. Realmente no. Lo que sí debiera ofender, aunque sus estragos se cifren en un nivel inconsciente, son la miriada de escenas de violencia gratuita, sádica, sexual y de guerra, con la que continuamente nos están bombardeando desde un siniestro complot para alienar y anular la conciencia del ser humano. O también los frecuentes reportajes frívolos y películas llenas de un lujo y una riqueza desenfrenada e insultante, mientras la mayoría del planeta se muere de asco. Esto para mi es la pornografía más sangrante.
Pero liberar el inconsciente, permitiéndole salir a pasear de vez en cuando para que se airee, con un mínimo control como cuando sacamos al perro a pasear con la correa presta, el bozal y la bolsita, es algo que todos necesitamos aunque no nos demos cuenta, y que por eso, el mundo también necesita.
Porque en ese paseo, el perro del inconsciente, si estamos atentos, va a desvelarnos alguno de sus secretos, ladridos serios o juguetones, que desvelan algo que se mueve en la profundidad de sus instintos, deseos o temores. Sólo tenemos que estar atentos a la escucha, percibiendo aquello que está detrás de lo aparente, como recuperando y colocando las piezas que configuran el rostro de nuestra sombra personal.
Esta es mi forma del arte como terapia y como descubrimiento personal. Forma que no he dejado de cultivar desde hace casi cuarenta años, y que me ha colmado de infinitas satisfacciones por los íntimos encuentros con esas partes que generalmente pasan desapercibidas, aunque formen parte íntegra del mapa del propio territorio. Territorio que es necesario reconocer y aceptar para que en su momento pueda ser trascendido, pero esa es otra cuestión.
Miguel Benito